martes, 15 de mayo de 2007

LA PANZA ES PRIMERO

Este dicho popular ha encajado perfectamente como encabezado para esta sección: muy pocas veces nos detenemos a pensar de donde viene todo lo que tenemos en el plato. Hay veces en las que resultaría mejor no enterarse, para evitarse el malestar. Sin embargo creemos que se está dando una transformación en la manera de pensar al respecto, y de comer. Hemos visto surgir movimientos como el de Slow Food, que empezó en Italia para revindicar los modos tradicionales de preparación de comida sobre la inmediatez de la “fast food”.

En este número inicial, queremos participar en la polémica que se ha soltado en torno al maíz. Nuestro comentario opina sobre lo que muchos quieren ver surgir como solución, pero que otros creemos sería jugar peligrosamente a la ruleta rusa (con más de dos balas en el carrusel): sembrar maíz transgénico.

LA RESPUESTA ES LA REVOLUCIÓN VERDE
(o el transgénico)


MITO: Las semillas milagrosas (o transgénicas) aumentan el rendimiento de los cereales y por lo tanto son la clave para eliminar el hambre en el mundo. En nuestro caso, el incremento al precio de la tortilla. Ay madre, ¡que ricos tacos!

REALIDAD: Las semillas milagrosas son sólo una parte del paquete tecnológico de insumos que, junto con los fertilizantes y plaguicidas petroquímicos y el riego controlado, marcaron un avance sorprendente en los rendimientos de los cultivos. Fue así de significativo que se nombró este avance en los años sesentas con el término de Revolución Verde. Lo que en realidad sucede es una conversión más eficiente de los insumos químicos en alimento, o lo que es lo mismo: pueden cosecharse mazorcas y pimientos gigantes, siempre y cuando uses semillas de laboratorio, alimentadas y protegidas con químicos de laboratorio. Si bien la Revolución Verde en verdad provee más alimento, no soluciona el problema de la distribución altamente concentrada del poder económico, esto es: el campesino promedio no tiene acceso a los avances tecnológicos, o bien, las producciones masivas de alimento no van directamente a las bocas y estómagos, van primero a engordar los bolsillos de los especuladores.

Independientemente de que se enriquezcan unos cuantos con la especulación del grano, el serio problema está en jugar con la genética, creer que los avances tecnológicos en plaguicidas, herbicidas, fertilizantes y semillas son la mejor manera para conseguir alimentos. El verdadero riesgo es que estos avances tecnológicos acaben por destruir los recursos básicos de los cuales depende la agricultura desde que existe como tal: la semilla, el suelo, el agua.

Si no hay suficiente dinero para comprar comida, ¿de que sirve producir más? La mayoría de la comida que se produce con la tecnología de la Revolución Verde se exporta o bien se guarda en los graneros del Estado, se utiliza para estabilizar o especular con el precio de los granos, acciones que siempre dejan a los más hambrientos, con más hambre.

La producción agrícola de este tipo solo llega a ser “rentable” cuando se trabajan grandes volúmenes. Las granjas industriales, que son las que producen la mayoría de granos y hortalizas que se consumen en el mercado, pueden manejar los costos que implica la compra del “paquete tecnológico” de la Revolución Verde: semillas, pero sobre todo plaguicidas y fertilizantes. La compra de estos insumos hace entrar al agricultor y a los consumidores finales en una dinámica en donde la química de laboratorio juega un papel importante, pero más peligroso es que TODO EL CICLO NATURAL se ve involucrado en el proceso. Historias abundan: el riego metódico de plaguicidas y fertilizantes, si bien puede eliminar en su momento la plaga o la maleza, a la larga está alterando la dinámica ecológica.

Para ilustrar los pormenores del largo e invisible proceso he aquí un ejemplo: Don Señor agricultor que vive en los Tuxtlas va a sembrar la milpa de este año, a la par del maíz va a sembrar fríjol y calabaza, lo de siempre. Como ya se ha vuelto costumbre desde que a su compadre le funcionó, va a la tienda de insumos agrícolas y compra primero el herbicida. Estos herbicidas están hechos por Monsanto, Dowjones y otras compañías, que si bien pueden tener sus fabricas en México, la mayor parte del dinero se va a ir del país, esto es: de los 85 pesos que pague Don Señor agricultor por el herbicida, 60 se van al edificio central que se encuentra en una metropolis estadounidense. Esto pasa con el dinero sin que Don Señor se dé cuenta, el va a matar el “monte”. Llega pues a su terreno, va por la bomba que compró con el dinero que le envió su cuñado desde California, la llena en la proporción indicada y rocía todo lo necesario. Mientras está regando todo el líquido, con ese olor particular, adquiere la certeza de que el “monte” va a desaparecer. Eventualmente, con el paso de algunos días, el monte se quema. Ya no tendrá que sudar para “chapear” con el machete toda la hierba para luego limpiar con azadón. Lo que Don Señor agricultor no sabe, difícil para muchos darse cuenta, es que ese químico que ha quemado el “monte” actúa directamente sobre la estructura genética de la planta. La planta, como todo lo demás que es verde bajo el sol, tiene una vitalidad desde que está sobre la tierra que la empuja a volver a nacer cada temporada, ya sea que la quemen con herbicida, la corten, la arranquen. Con el herbicida, a diferencia de los métodos tradicionales, existe el riesgo de que se haya una “fuga” de los genes resistentes al herbicida hacia plantas “parientes” salvajes, con la posibilidad de que se creen “super malezas” resistentes a todo control. Esto no es ningún cuento chino, el año pasado, hubo una incidencia de la curiosa planta aquí llamada “dormilona” (planta que cierra sus hojas al tocarlas, pero que posee unas espinas...). Este tipo de fenómenos se reflejan en los aumentos de compras de herbicidas, se entra en una espiral donde hay que comprar más instrumentos de control de malezas. Pensemos, sin embargo, que Don Señor “terminó” con el problema de la maleza, por ahora, y le queda una parcela “limpia” para sembrar. Ahora hay que poner la semilla. Estudios abundan, en los que se habla de “contaminación” de las variedades “criollas” de maíz con genes de semillas transgénicas. Las variedades tradicionales del maíz son resultado de años de trabajo, algunos miles, de selección y mejoramiento paulatino de semillas. Las sequías, las plagas y demás eventualidades de la naturaleza han dotado a cada semilla de características especiales, recordemos que son “totipotenciales”. Los laboratorios proveen soluciones desde su punto de vista, esto es, desde las probetas y los matraces, y por supuesto que buscan retribuciones en efectivo por cada cristal roto.

Para no alargar el cuento, Don Señor agricultor logró sembrar su semilla criolla, la regó y agregó abono de vaca a las 5 semanas. Cosechó maíz y cuitlacoche. ¡Qué bueno que no regó plaguicida! ¡Sólo hubiera hecho más fuerte a la siguiente generación de conchillas que le atacan su fríjol!

2 comentarios:

Guillermo Santamaría Pampliega dijo...

Un tema que a mí me preocupa últimamente es el de los biocombustibles, vendidos por los USA como la panacea y en realidad un peligro para la agricultura y el mercado mundial de alimentos. Para empezar, allá en México les triplicó el precio de la tortilla.

Tal vez podamos conversar sobre ello un altre dia...

un abrazo y olé por el blog!

Antonio Carrillo Bolea dijo...

Estimado Guille.
Me da mucho gusto volver a leerte en el blog!!! Para nosotros (pensando en México como país de maíz) se nos vá hasta la identidad misma en estas ondas. Por un lado, el biocombustible de maíz es sólo con maiz amarillo, variedad que no va en nuestras tortillas, por ser más dulce. Sin embargo, imagina agotar las tierras para saciar el hambre de combustible ¡Imposible! El tiempo dirá?? Por mi parte trato de caminar más... En el rancho es así, jajajajaja.

Un gran saludo Amigo!!